El poder de la inteligencia humorística en la Norteamérica de Trump

Stephen Colbert y Seth Meyers, Bill Maher y Trevor Noah, el equipo de Weekend Update de Saturday Night Live, John Oliver con sus fijaciones y perversiones e incluso los más parcos o modestos como Jimmy Kimmel, Conan O’Brien o James Corden… todos los anfitriones de late night shows en diferente grado de comedia están encandilados con la crítica política en tono de humor. Algunos con la moda y el exitazo que surgió las tras primeras semanas de la actual presidencia y otros desde el contexto de su candidatura; o simplemente de siempre, como parte de su propio acto e identidad pública.

Sea como fuere, la crítica política humorística conforma uno de los mecanismos preponderantes para presentar claridad y perspicacia a la opinión pública estadounidense durante estos tiempos tan truculentos. Sencillamente porque el análisis opinado mezclado con raciocinio nunca se llevó mal con un buen control de calidad informativa y porque las alternativas fidedignas son escasas.
Esto no quiere decir que ninguno de ellos tengan su afiliación o sesgo pero, dentro de cierta medida, todos exponen la realidad sin trabas desde el prisma del humor. Y este último elemento es el factor determinante para el resultado. Porque todos esos señores son, en mayor o menor grado, comediantes y su trasfondo les hace tener una visión sumamente pragmática y eficiente sobre cómo es y se tiene que entregar el mensaje a comunicar. (Y no, no hay señoras con su propio programa; las dos únicas que lo han intentado, Samantha Bee y Michelle Wolf, son malas de solemnidad en la tarea, calamitosas por motivos que no viene al caso explicar).

Por desgracia esto ha contrastado negro sobre blanco con el trabajo de los periodistas y presentadores de informativos, quienes han optado por una actitud (invariable hasta hace muy pocos días, concretamente tras los sucesos de Charlottesville en Virginia) uniformemente distante, seca, fluctuando entre la flema y la indiferencia, cuando no la frivolidad.
El problema aquí es la uniformidad, porque ni todas las noticias tienen la misma gravedad -más aún en el contexto de tramas de corrupción, derechos sociales o delitos de odio, por ejemplo- ni la misma relevancia. Y todo esto sabiendo que, ya de por sí, es complicado seguir los detalles -cuando no jerga- correspondientes a las diferentes temáticas económicas o políticas. Así, llegado este punto, resulta aún más difícil implicarse emocional e intelectualmente en la realidad del evento cuando la persona encargada de hacerlo público lo expone con la impavidez de un telegrama y la propia información llega estructurada y homogeneizada; dejando el recelo, el estupor y la indignación para las oleadas de calor/frío, abejas asesinas o las modas musicales reprobables.
No se trata de buscar la exaltación colérica o fervorosa de otras épocas, porque eso no tiene nada que ver con informaciones sino con sermones y arengas, pero es necesario que la editorial de un medio sea visible y clara. Fluctuante y honesta; con margen y ocasión para la variabilidad y la dinámica. Sin plasmarse en forma de imágenes maniqueas, informaciones escogidas y omisiones flagrantes.

¿Qué han hecho los comediantes de los programas televisivos por su parte? Justo lo que saben hacer:

  • Ser incisivos sin miramientos, porque su público lo va a exigir o, al menos, valorará más a quien lo sea.
  • Ser concisos e ir al grano para no aburrir.
  • Evitar divagaciones porque la duración de estos segmentos es normalmente breve.
  • Ser desenfadados y tocar todo tipo de temáticas de actualidad política y social.
  • Ser analíticos y suspicaces, trazando líneas entre diferentes asuntos para buscar coherencias. Aunque sólo sean líneas preasignadas por la prensa afín.
  • Ser impresionantes y evitar la monotonía pues los números de su audiencia nunca están garantizados.
  • Ser editoriales puesto que ellos siempre tienen que dar la cara y no pueden ser reemplazados sin más por otro compañero. Son presentadores, encargados y conductores de un programa.
  • Ser respetables pues saben cómo funciona la reputación y, mayormente, están curtidos en el cara al público; porque su llegada a la televisión no funciona sólo por fotogenia o simpatía: saben de sobra el reto del directo y, en mayor o menor medida, admiten la crítica.

En poco más de un año los comediantes han hecho lo que no se ha atrevido la prensa: humanizar la noticia. No amarillearla sino asimilarla, analizarla, buscarle su contexto, entenderla y explicar los porqués de su existencia. Además, su perspectiva es tan fructífera porque, cuanto más reflexivo y satírico es el humor, más depurado y hasta filosófico resulta. Alejándose de la superficialidad al instante.
Ellos no han cedido a la función de ser meros intermediarios entre el emisor de la nota de prensa y el lector o espectador, escupiendo la noticia sin procesarla -porque ese trabajo se presta más a sistemas informáticos con su eficiencia literal- y esforzándose en aparentar personalidad cuando la realidad es otra.

Donald Trump llama a los canales de noticias convencionales «fake news» porque no le ensalzan como él quiere ni le adulan como el autócrata que busca ser; o tal vez, a modo de psicología inversa, apelando a su posible conformismo al llamarles rebeldes esperando que se sometan más rápido. Pero eso es reírles la gracia porque no tienen esa índole de inconformismo ni la personalidad que el presidente, inconscientemente, les ha regalado. Más bien son «robot news«, intermediarios de asenso y noticias inertes que reaccionan igual ante una noticia irrelevante o por desarrollar que ante una situación agravante o una crisis institucional. No resaltan ni dan forma, es decir, no informan.

Por último, existe la recriminación de si, en el caso de haber ganado Hillary Clinton las elecciones norteamericanas, los anfitriones de los programas televisivos hubieran hecho tanta leña de ella como se hace de Donald Trump. Y la respuesta es sencilla: no.
Al igual que lo es la explicación. Nadie espera que ningún otro presidente hubiera sido tan esencialmente antidiplomático e indigno como él. Su comportamiento le asemeja a un caricato infiltrado -siempre inapropiado, circense y ostentoso- que le ha convertido en una diana sumamente llamativa, como una cucaracha en la nieve. Trump parece querer llamar la atención con palabras y actos descabellados para poder, posteriormente, hacerse la víctima en un extraño acto de masoquismo que lo transforme en un mártir. Hillary Clinton o cualquier otro presidente jamás hubiera dado tanta carnaza a la mordacidad por mero instinto de autoconservación mental y de imagen.

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