El Hermano Pequeño

En las últimas décadas se ha visto una lenta pero creciente preocupación por el espionaje de los ciudadanos en concepto de telemetría y metadatos por parte del Hermano Mayor. El mal llamado Gran Hermano tiene una vigilancia automatizada de los pasos de cada individuo a través de diferentes medios que, hoy por hoy, confluyen en el teléfono móvil: la cámara negra por antonomasia del siglo XXI — y el Hermano Pequeño contemporáneo.

No sólo no existe el mismo grado de preocupación por la información que acapara el Hermano Pequeño -en comparación con los gobiernos y empresas telefónicas- sino que además, se le paga y protege pese a no tener parentesco alguno con él. Es esa sanguijuela de la que se cuida en una relación muy lejana a una simbiosis donde la conveniencia está sólo del lado de los gerentes de datos, la hidra conformada por los ojos y manos del Hermano Mayor — principalmente Google -que dice anonimizarlos cuando los procesa- y Facebook -que tiene un coeficiente de adherencia a la preocupación inferior a la mantequilla-.

Como resultado, los datos ofrecidos -o regalados involuntariamente-, vídeos y fotos fluyen de nube en nube mientras se generan análisis estadísticos, predicciones y perfiles de conducta individual y colectiva. Y con todo ello se da de comer a redes neuronales e inteligencias artificiales para que produzcan humanos más comercialmente predecibles dependiendo de las noticias y anuncios que les sean suministrados. Olvidémonos de los anuncios personalizados, el área de los humanos generalizados es sumamente más lucrativa.

Los dos hermanos están consiguiendo, con una manipulación sutil y constante, que las personas sean menos individuales y más rebaños. La humanidad se deshumaniza voluntariamente con generadores de tendencias y celebridades de Internet que pastorean hasta gratis -o por muy poco- y la seducción del número de comunicaciones pendientes en pantalla que viene envuelto en un botón llamativo.
No hay día que pase en que hayamos dejado de preocuparnos por nuestros hermanos pequeños de mentira que, como las crías del cuco común, acabamos manteniendo en beneficio de otra especie: la corporativa.

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