Acoso y derribo

La sanidad pública española siempre ha sido una institución con lagunas y achaques que renqueaba con cinturones prietos y austeridad, pero la sensación de abandono y caída libre por parte de todos los implicados -políticos, directiva de centros y profesionales médicos, con la excepción general de la parte administrativa final- es, desde los últimos 20 o 25 años, obscena.

Los políticos se obsesionan con evidenciar lo precario de la situación, asfixiándola para dar a entender al público general que se trata de una institución obsoleta e ineficiente. Ellos firman sus lazos y cortan sus papeles aparentando sacarla del fango con más recortes, sobrecostes y pufos generalizados. Y si pueden confrontar entre sí a los profesionales médicos -a modo de cortina de humo- con medidas que antagonizan la inteligencia, mejor que mejor.
Al cambiar de pandilla, a la sanidad pública se la acusa de los problemas creados por anteriores ejecutivas políticas (mediante el ciclo vicioso de corrupción/incompetencia: pérdidas—endeudamiento) dando la impresión de que es insalvable de por sí -de igual manera que está ocurriendo con el sistema de pensiones- para, seguidamente, desmantelarla poco a poco hasta que pueda privatizarse -falacias mediante- o privatizando los centros desde el minuto cero.
Todo ello con igual indiscreción desde el momento en que acaba la opacidad y los planes se aprueban, porque es indiferente: no hay ni puede haber represalias.

La directiva de centros públicos se dedica, sin más, a ser parte agusanada y cómplice-por-indiferencia de los actos políticos. Asienten a recortes y demuestran dejadez en la premura y precisión de los informes de situación.

Desganados y explotados, los sanitarios están encabezados por enfermería, quienes forman parte de la obra de mano barata que hace el trabajo sucio, conformando una fachada de disciplina y cámara de aire entre el paciente y los médicos de igual modo que hace el servicio administrativo.
Por su parte, el personal médico cede al síndrome de la cadena de montaje que cosifica a los pacientes convirtiéndolos en bultos -siendo el máximo exponente de este concepto los servicios de urgencias, donde los diagnósticos no evidentes se reparten como si fueran papeletas de lotería con objeto de dar portazo al paciente sin que marche con las manos vacías-, cede a las microcitas deshumanizadas y, con tal de que no se exalten, cede a los pacientes que se autoderivan a especialistas sin otro motivo que saciar sus consultas de foros y Wikipedia para saturar las, ya de por sí, desnortadas listas de espera — listas que eventualmente acabarán por abarcar más de 12 meses de forma habitual.

Que haya enfermos tan desesperados como para optar por farsas del tipo homeopatía, acupuntura o reiki es casi inevitable cuando el tiempo y las salidas se agotan y los problemas se vuelven tan reales como el riesgo al desempleo o la incapacidad de cuidar, por problemas que se cronifican poco a poco, de hijos o personas dependientes. El miedo al vacío es mayor de lo que pueda asustar un clavo ardiendo; y cuando falta la cultura científica o se cae en las garras de ignorantes, malintencionados o convenidos la sanidad pública se vuelve parte del problema al marginalizar a los menesterosos.
E igualmente, que haya un sentimiento generalizado en la población de que la salida para los más pudientes -o exasperados- sólo puede pasar por la sanidad privada también ayuda a ese desguace aún no materializado.

La sanidad pública no es sólo un servicio, es un bien y un valor social: de la sociedad para la sociedad. Y, por supuesto, un legado entre generaciones para que, entre otros, la desigualdad entre capas sociales no quiebre el artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Es cierto que no se ha mencionado al personal farmacéutico pero resulta necesario señalar que una profesión con semejante falta de escrúpulos tan homogénea requiere de un artículo aparte. Si acaso por miedo al contagio.

El lobo que cuida del gallinero

Si hay un ejemplo paradigmático de contrasentido entre persona y función pública en el actual gobierno de EE.UU. ese es, de forma superlativamente grotesca, Scott Pruitt. Este individuo, Fiscal General oriundo de Oklahoma y actual Administrador de la Agencia de Protección del Medioambiente Estadounidense (EPA), conforma la corrupción e inmoralidad galopantes y sin reparos mejor que ningún otro puesto -presente o pasado- dentro de la jerarquía de tiralevitas de Donald J. Trump. Por ese motivo llegó con él y aún sigue ahí.

Desde la toma de posesión del cargo en febrero de 2017 su modus operandi ha sido completamente opuesto a todo lo que simboliza la agencia -y como tal ha recibido críticas por parte de William Ruckelshaus y Carol Browner, anteriores administradores de la misma-, empezando por una reversión completa de las políticas medioambientales iniciadas o reforzadas por Barack Obama con objeto de anular todas las posibles sin ofrecer una sola justificación fundamentada. Nada extraño dado el notorio racismo que acusa esta administración.

La soberbia personal ha sido su sombra desde entonces, puesto que incluso las sospechas y críticas por parte de empleados de la EPA sobre aspectos relativamente menores -en el contexto de su persona- como los derroches en caprichos personales han sido recibidas con despidos o reasignaciones. Y han sido caprichos en cantidad. A saber: 9.600 dólares en decoración de lujo para su oficina; la famosa cabina insonorizada de 43 mil dólares también para su oficina; los diarios y plumas estilográficas de plata por más de 3 mil dólares; el alquiler de un vehículo utilitario deportivo de gama alta por más de 10 mil dólares al año -pese a que meses antes ya se había renovado un contrato equivalente utilizado por su predecesor-; las cerraduras biométricas por más de 5.600 dólares pese a ya existir otra protección que además incluía guardias armados; los vuelos en primera clase durante el primer año por más de 163 mil dólares; el viaje de una semana a Marruecos para un solo día de trabajo -que suponía promocionar gas natural licuado- por más de 100 mil dólares que fue organizado por el cabildero Richard Smotkin, quien se benefició de un contrato con el gobierno marroquí; una visita privada al Vaticano por 120 mil dólares; la seguridad personal las 24 horas del día a un coste de 3 millones y medio de dólares y el montante total en seguridad alcanzando los 4,6 millones de dólares. Por cierto, el sueldo de Pruitt es de 180 mil dólares anuales. Las sanguijuelas y hasta el Conde Drácula miran con admiración a Scott.
Por otra parte, el abuso de poder no es una de las cualidades que guarde más a recaudo, habida cuenta de cómo ha utilizado los recursos públicos y contactos que ofrecía su cargo para encontrar trabajo a su esposa, con la extraordinaria condición de superar los 200 mil dólares anuales de sueldo. O mezquindades como la de hacer que sus asistentes le recogieran ropa de la tintorería, le comprasen su loción y tentempiés favoritos, le buscaran un colchón de segunda mano o le hicieran reservas de viajes mientras ellos estaban de vacaciones. Las reuniones de Pruitt con personas ajenas a su labor gubernamental se organizaban y gestionaban cotidianamente por el personal de la EPA; y ellos han admitido verse como peones que existían para mantener el estilo y nivel de vida que el administrador imaginaba en los gabinetes más cercanos a Trump.

En cualquiera de los casos, Pruitt era el tipo idóneo para no ser considerado jamás en ningún cargo relacionado con la EPA, habida cuenta de su feroz oposición judicial que llevó tan lejos como pudo: siendo Fiscal General de Oklahoma demandó a la EPA en catorce ocasiones debido a las regulaciones que perjudicaban a empresas con las que Pruitt tenía conflictos de interés en, al menos, trece de ellas. Todas de una reprobabilidad moral que se descubre por sí sola: luchó contra el Clean Power Plan (Plan de Energías Limpias), Clean Water Rule (Normativa de Aguas Limpias), los límites de contaminación por mercurio y ozono, las regulaciones de emisiones de gas metano… No es sólo que esté en contra de las regulaciones sino que se opone a los estándares calidad en cuanto a contaminación, emisiones y eficiencia, es decir, justo lo que debería defender dado el cargo que detenta. Scott debió pensar que la P en las siglas EPA venía de Pruitt no de protección.
Es por esto que durante el año actual Pruitt ha recibido más de doce investigaciones diferentes relacionadas con todo tipo de corruptelas que implican potenciales conflictos de interés, malversación de caudales públicos y opacidad en sus reuniones y gestiones — que incitan a sospechar de pagos bajo la mesa. Su falta de ética laboral (que incluye favores sin miramientos a grupos de presión política, culminando con la designación de Andrew Wheeler en abril como Administrador Adjunto de la EPA, quien es reputado cabildero de gases de efecto invernadero, de carbón y Vicepresidente del Club Del Carbón de Washington) es conocida y reprochada incluso en el Partido Republicano, donde ha empezado a hacerse eco una petición de dimisión desde las últimas semanas. Petición que, hasta la fecha, sigue siendo un teatro de papadas hinchadas.

Y de nuevo, la solución para cualquier caso de envilecimiento de cargo público -con deshonestidad, cohecho y lucro personal, más lo que te rondaré morena- parece transcurrir por la senda del paseo del camino de las rosas. Sin represalia ni reproche. Cuando caiga la breva se reasigna a un contexto más discreto y a seguir generando putrefacción en otra parte. Pero la impunidad no es ninguna cualidad de una democracia y, una vez más, la administración Trump está demostrando que en EE.UU. de Norteamérica esa forma de gobierno luce por su completa ausencia.
Ya no es sólo la preocupación por las secuelas, también resulta alarmante el descaro y la depravación de encargar a alguien que ha actuado como un depredador -y jactándose de ello- la responsabilidad de preservar y garantizar la calidad de vida de los ciudadanos que transitan por las ciudades respirando sus aires y bebiendo sus aguas, de la salud laboral de los trabajadores menos pudientes, del porvenir de las generaciones más jóvenes y, en general, el linaje futuro.

La salud que proporciona el medioambiente no puede estar en manos de alguien que reniega del cambio climático antropogénico (con traiciones al futuro del país como la salida del Acuerdo de París, que se producirá a finales del año 2020) cuando, año tras año, las pruebas de sus efectos llegan como bofetadas y la comunidad científica las advierte y atestigua una y otra vez.
Mientras tanto otro lobo tomará su lugar y el número de gallinas seguirá menguando.

La incoherencia desenmascaró al ególatra

Desde comienzos de año se ha presenciado la evolución de un gobierno norteamericano cuyo comportamiento desdice su nombre y constantemente vaga entre el azar y el desatino. Una evolución que se convirtió en degeneración justo en el minuto cero a causa de la eternizante lista de escándalos -algunos, arrastrados desde tiempo atrás- relacionados con el presidente y sus cargos aledaños — a cuál más indigno, procaz y bochornoso.
Porque dejando aparte el comportamiento pueril y acomplejado, la dicción aniñada y repulsivamente redicha que a nadie parece molestar o la ristra de calañas acabadas en -ista exhibidas sin reparo alguno a través de sus acciones o comentarios (entre las que se encuentran racista, machista, negacionista, simplista, ventajista, populista, polemista, oportunista y narcisista), existe un cariz de Donald Trump que se ha inculcado en esa administración y revela su problema fundamental: la incoherencia.

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