Ellos protestan menos

La denuncia por la presencia de sexismo en el ambiente laboral de occidente es, en el fondo, una falta de perspectiva y hasta una cortina de humo que promueven los beneficiarios, es decir, las grandes empresas. Esto conforma un problema global mucho más importante: la devaluación de la sociedad en su conjunto. Primero por confrontación interna y, segundo,  por disgregación.
El desprecio comienza por uno mismo cuando alguien decide sacrificar el largo por el corto plazo y convence a otros de que eso es una buena idea.

Como resultado, cuando una empresa prefiere emplear hombres sobre mujeres lo hace porque los hombres son, en su conjunto y de largo, mucho más dóciles y maleables: están dispuestos a trabajar más horas sin rechistar; son más fáciles de someter a doctrinas de conducta uniformantes (a modo de un servicio militar, inyectando así un concepto de deber moral con respecto a la empresa); no tienen gran problema con la falta de higiene en su entorno o propia; aceptan estar más horas en el trabajo a cambio de, inevitablemente, tener un menor nivel productivo; se exigen menos a sí mismos por desmotivación o venganza -y, por tanto, exigen menos a la empresa en diferentes recompensaciones y calidad de trato-; en definitiva y a grandes rasgos, los hombres tienen menos dignidad laboral que las mujeres. Por supuesto, esta preferencia también ocurre porque los hombres no sufren la menstruación ni pueden quedar embarazados, de modo que sus días de baja por motivos de salud que deba asumir la empresa son menores, pero eso es un bonus. Las conveniencias principales son mucho más jugosas.

El motivo subyacente que origina esos conformismos será el que sea. Uno de los más aceptados es el de la presión familiar y la reputación social, según las cuales un hombre debe ser económicamente solvente para proveer a su familia con techo, comida y medicinas, de manera que acaban aceptando condiciones injustas y hasta leoninas con tal de tener un empleo estable o no muy precario. Un pan para hoy que lastra el avance de las sociedades menos pudientes y los entornos donde el trabajo duro es poco menos que inevitable.

El resultado es una sedimentación social por la cual quienes están abajo se garantizan permanecer en el mismo punto adquisitivo y cualitativo — salvo evoluciones derivadas de avances comunitarios o revoluciones imprevistas.
El hombre resistente y duro -física o moralmente-, orgulloso y atrevido hasta el riesgo, capaz de encajar todo palo que llueva de los escalafones dominantes… resulta ser una magnífica conveniencia para el mundo corporativo actual en el que se convierten, o más bien, quedan reducidos a ser máquinas. Callan e interiorizan, se maquillan con burlas, molestan poco y repiten consignas del tipo «es lo que hay» o «tengo veinte detrás que harían esto sin pensarlo«. Se vuelven completamente intercambiables y desechables.

Optar por emplear hombres sobre mujeres no es una cuestión de fuerza o resistencia física sino una predilección por la boca pequeña. Y es indiferente que el trabajo suceda en la obra o la oficina: no se trata, esencialmente, de un contubernio de filias sino todo lo contrario.
Cierto es que, eventualmente, algunos estallan y protestan con violencia (aunque la apariencia de resolución o mejoría resulte ser local o temporal), pero cada vez ocurre menos en una sociedad más tecnológica -es decir, menos concienciada o provista de una percepción realista de sí misma-. Y, en proporción, es un riesgo irrisorio y asumible de sobra.

Es necesario eliminar este desequilibrio igualmente, pero no por los motivos que se aducen siempre, puesto que no es machismo sino una explotación del machismo asimilado.

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