El asenso como norma de conducta

La inercia en el lenguaje es la herencia de la inercia en la conducta. Ambas se aprenden por imitación y presión social y no hay mayores problemas en el desarrollo de una personalidad que ambicionar, no ya el calco -puesto que esa imitación puede ser un punto de partida válido-, sino el hueco al que amoldarse y encajar — por moda, imagen pública o conveniencia, ya sea directa o de rebote. Y esto no siempre ocurre por razones disculpables como el miedo al aislamiento de la masa o las represalias por disentir.

La globalización de las capacidades comunicativas ha permitido que, más que nunca, el disenso sea repudiado. No sólo desde diferentes estratos sociales sino también en círculos más homogéneos. La moda aparece en forma de propaganda o publicidad, se establece como canon y -tal cual sucedió con aquellos leminos a los que la productora Disney hizo suicidar en el infame documental «White Wilderness» (1958)- se explotan las debilidades y miedos de la masa para empujar las cobayas al abismo del desahucio de identidad.
A base de creer y asimilar una falacia o frivolidad repetida más allá del hartazgo, la mascarada se vuelve tan poderosa que hasta las víctimas participan de ella; y, mediante el fanatismo, colaboran en el descalabro del resto a modo de oleada. Llega un momento en que el miedo a apartarse del pensamiento único es más poderoso que el miedo a la equivocación, a la ignorancia o la pérdida de dignidad.
La esperanza de una realización personal automática basada en la mera pertenencia a un supergrupo reafirma -sin otra necesidad que la de repetir mantras a modo de verdades categóricas- la lealtad más irracional posible. Esta explotación es tan poderosa que su viralidad ha sido aprovechada desde los comienzos de la Teoría de la Propaganda, no por Joseph Goebbels como es frecuente oír, sino décadas antes, por el publicista Edward Bernays y el periodista Walter Lippmann, con la intención de incitar el apoyo popular para la participación de EE.UU. en la Primera Guerra Mundial.

Por oposición, el sentimiento de pertenecer a algo a lo que todos aspiran -especialmente si es desde los inicios de una moda- sirve para disimular complejos y reforzar la sensación de superioridad sobre el resto. Son los sentimientos de reafirmación y acierto.
Estas debilidades se explotan con saña por todo tipo de individuos y entidades, más aún en épocas de crisis y penurias: los que detentan el poder buscan la fidelidad y hasta la sumisión sin objeciones; los candidatos buscan la adoración y el voto; los empresarios buscan la identidad de sus empleados con la compañía y su defensa, aunque contravenga los propios intereses; la corporación busca la humanización de sus productos en forma de campañas publicitarias, pese a la realidad de sus actos y consecuencias; el embaucador busca crear y contagiar un optimismo, una clarividencia, un liderazgo y una primicia que sólo él aparenta producir pese a lo incoherentes, peregrinas o desgastadas que puedan ser sus propuestas.

Todos ellos basan su éxito en una condición, un talón de Aquiles que sus fieles debe validar siempre: la falta de falta de criterio y, más concretamente, la del análisis crítico.
Cuando, por la ausencia de un desarrollo personal, cultural o intelectual alguien desatiende su educación analítica, su espíritu crítico, el resultado inmediato es una personalidad endeble y maleable — aunque no sea siempre por cualquiera, pero sí cualquiera que domine las artimañas de la manipulación social o que diga suficiente parte de lo que le gusta oír.
Este tipo de individuos acaban siguiendo a la masa en lugar de la reflexión, reforzando al fuerte en lugar del cabal, ignorando el peligro real y sobrevalorando tanto el miedo como los resultados a corto plazo para despreciar el futuro.
Y no existe menos riesgo en un comportamiento de rechazo por sistema: negar sin más produce el mismo balance que aceptar sin más. Ya sea por falacias de autoridad, de falso dilema, una lógica inconsecuente o cualquier estereotipo, prejuicio o efecto placebo. Este tipo de comportamientos se han presentado como parte del escepticismo a modo de encumbramiento, pese a que la propia palabra los rechaza — el griego skeptikós significa pensativo/reflexivo.

Las corrientes espontáneas de opinión que buscan ser autoridad acaban supliendo su falta de fundamentos a base de uniformidad para simular solidez. Desgraciadamente, la uniformidad en la idea acaba siendo la muerte del pensamiento por asfixia. La reflexión requiere deambular en la perspectiva y manosear la sospecha; aceptar la duda y el enigma. Es la antítesis de la certeza inmediata y más aún cuando su presentación y fin resultan ser seducir, agradar y convencer.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.